03/07/2021 00:46 El pasado jueves la escena que presencié en una de esas infames terrazas de bar, cercadas por bloques amarillos de hormigón, me enterneció. No era la primera vez que presenciaba una escena similar en Barcelona, pero la del jueves me pareció especial. Una pareja rubia desayunaba y se besaba con esa pasión muy propia del viaje vacacional. Cuando estaban en lo mejor de la naranjada, el cruasán y los huevos revueltos, apareció uno de esos enormes camiones de la basura que elevan los contenedores, los zarandean y los vacían. El camión, entre golpes, bufidos o ruidos tecnológicos aparcó momentáneamente junto a la pareja y el desayuno enamorado se interrumpió bruscamente. Desayunar, comer o cenar junto a los contenedores de basura es ya una estampa habitual en nuestra desdichada Barcelona. Nunca he entendido a esos involuntarios suicidas que se acomodan en lugares tan desagradables y corren el riesgo de morir de alguna enfermedad contagiosa, más allá del coronavirus. Pero en este país nos acabamos acostumbrando a casi todo, incluso a los presuntos políticos actuales que o mienten con total desfachatez o fingen ser víctimas de sus propias tropelías, esas que nos están arruinando. A los de siempre, claro. A los que formaban lo que se dio en llamar la clase media y a los más pobres.