La gloria no necesita medallas
Imagen: Archivo
Buenos Aires / 25 de julio de 2021 / 20:18
Londres 1908, estaba a punto de culminar la prueba reina del atletismo y de los Juegos Olímpicos: la maratón. El desaparecido estadio White City lucía atestado por 75.000 almas expectantes. Los parlantes informaban que ya se acercaban los primeros corredores. El público esperaba ver a un fornido atleta a paso triunfal encabezando el pelotón, sin embargo, en medio de la zozobra de policías y oficiales de la prueba, apareció por la boca principal del recinto un hombrecito esmirriado de un metro y 59 centímetros, demacrado, con unos resaltantes mostachos negros. La inesperada y diminuta figura lucía al borde del colapso, se tambaleaba de modo dramático y, en su extenuación física y mental, equivocó el sentido de la pista, tomó para la izquierda. Los controladores, viendo su confusión y sus ojos desorbit