María José Arcos, compostelana de 35 años, apuraba sus vacaciones. El 15 de agosto de 1996, un caluroso jueves, arrancaba un largo puente y ella, que inicialmente había planeado una escapada hasta el domingo, redujo su salida a un único día tras recibir una llamada telefónica. Su destino, aparentemente, la playa. “Ya te dije que vuelvo a la noche”, respondió cuando su madre, al despedirse de ella en el portalón de la finca, le volvió a preguntar qué iba a hacer ese largo fin de semana. Eran las doce del mediodía cuando dejaba su casa en Santiago al volante de su Seat Ibiza rojo. Pero nunca regresó. Ni esa noche ni ninguna de las siguientes.