Por motivos familiares estuve recientemente durante dos semanas en una zona de la periferia de Madrid. Asistí, junto con mi esposa, a las misas que tuvieron lugar en la parroquia del distrito en los correspondientes fines de semana, concretamente los sábados, 24 y 31 de julio. El primero de esos días constatamos, mi esposa y yo, que la acústica del templo era fatal; no se entendía nada de lo que se decía desde el presbiterio. El sábado siguiente nos situamos cerca de uno de los altavoces de la sala, pero el resultado era el mismo. Se oía el ruido de las voces pero era imposible saber lo que estaban diciendo el celebrante y los lectores de los textos litúrgicos. De la homilía del día 31, yo al predicador le capté una sola palabra: “maná”, y comprendí que se estaba refiriendo al texto evangélico de ese día, que yo conocía pero no por la lectura previa de esa celebración, pues no se había entendido nada al lector. El sábado anterior la cosa había sido simi