Según un registro de 1820, 64 mil almas habitaban la capital. Hacia julio de 1821 era una ciudad todavía amurallada, donde la escasez de alimentos debido al corte de las vías de comunicación con el exterior –a consecuencia de la campaña libertadora– había empezado a golpear a la población. La independencia debía festejarse con lo que hubiese. Habría que ingeniárselas: si algo sabemos los peruanos, es que ningún jolgorio está completo sin comida en la olla.
EL PICANTE MÁS PICANTE
La Lima de aquel entonces estaba llena de picanterías. Espacios donde se bebía chicha de jora y se servían ‘picantes’ o guisos como el ajiaco, la carapulcra, el pepián, el sebiche (con ‘s’; la costumbre de comerlo crudo vendría mucho, mucho después), la jalea y los chupes. “Eran el lugar popular”, indica la investigadora gastronómica Rosario Olivas Weston. “Las picanterías vinieron a ser algo así como un café, un bar. Luego estaban las fondas, que eran los ‘res
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