El verano quedaba inaugurado cuando nuestra madre nos enviaba con un billete a comprarnos las sandalias de goma. Cangrejeras las llaman ahora. O sandalias de río. Para nosotros eran sandalias, porque la otra opción -si las sandalias eran buenas, de piel- se llamaban zapatos. Raudos y veloces pedaleábamos por última vez con las zapatillas -que llamábamos bambas- que habían sido nuestro calzado oficial todo el invierno, antes de que se agotara nuestro número, a buscar las sandalias en azul o en rosa, al principio. Con los tiempos cambiando a la velocidad del sprint de Induráin, llegarían transparentes y, ¡oh progreso!, hasta alcancé a poseer unas de purpurina.