Un escritor austriaco, Thomas Bernhard, para ver si quedaba contento con lo que había escrito, se sentaba al piano y lo leía acompañado por la música. Por eso cuando lees sus libros descubres una mezcla de serenidad casi ociosa y de desasosiego. Más lo segundo que lo primero. Es como si siguieras todo el tiempo una partitura machacona, magistralmente repetitiva, y esperaras que de repente estallaran los platillos como en la secuencia final, apoteósica, que construye Alfred Hitchcock en El hombre que sabía demasiado. Siempre que pienso en Thomas Bernhard me acuerdo de Federico García Lorca. Se parecen poco, tampoco lo que escribieron tiene puntos de contacto. Al menos, yo no los he visto. El austriaco era seco como un cañizo de verano, disfrutaba cabreando al personal, odiaba y despreciaba como sabe odiar y despreciar la gente lista cualquier cosa que se parezca a una adulación. En ese desprecio incluía a su propio país. Y su propio país le pagaba con la misma moneda. Creo que Federico era todo lo contrario. Tendría sus rincones oscuros, llenos de esa amargor flamenca con que se cimienta el cante, pero desprendía una alegría que invitaba a escucharlo, a leer sus versos, a seguirlo por esos pueblos de la República con sus obras teatrales. En mi casa nunca hubo libros, pero un día encontré en una caja de cartón varios poemas de García Lorca y párrafos que mi padre había reescrito a mano de algunos de sus dramas. Mi padre era actor y dirigía el grupo artístico de Gestalgar. Dicen que era bueno y en la Serranía lo recuerdan de cuando iban por los pueblos con sus montajes teatrales. Por eso siempre me acuerdo de la Barraca lorquiana y de El viaje a ninguna parte, la gran película de Fernando Fernán Gómez. Igual que Thomas Bernhard, el poeta se sentaba al piano y leía como si fueran canciones sus poemas.