Andrés: “Los hechos son más elocuentes que las palabras. Así que te contaré algo que me pasó en lugar de explicarte cómo soy. Hace años me preocupaban mucho las actuaciones de los demás en relación con mi propio tiempo. Consideraba que el respeto o la falta de él era una información precisa y valiosa sobre lo que podía esperar. Llegué a comprarme un cronómetro de 124 euros para llevar la cuenta exacta de cada retraso en las citas. No incluí al médico ni al notario, para qué. Ni a mi madre, que siempre va dos horas por detrás del reloj, por algo mi padre la llamaba la Canaria. Lo anotaba todo en una diminuta libreta que me costó 24 euros y cuando alguien superaba la barrera de los cien minutos de retraso lo añadía a una lista negra, no con ánimo de venganza –sería incapaz de retrasarme aunque me lo propusiera como un objetivo prioritario–, sino para cargarme de paciencia y llevar un buen libro conmigo la siguiente vez. Una chica que me gustaba mucho batió todos los récords, y cuando me di cuenta de que era capaz de perdonarle hora y cuarto de tardanza decidí regalarle el cronómetro a mi madre.